Equipaje

Área de despacho de equipaje


Cómo anda, Navegante:

Qué tema este, el del equipaje. Si me habrá hecho poner su valija pesada en el compartimiento superior. Si le habré dicho "sí, cómo no, lo ayudo" mientras apoyaba mis yemas sobre la superficie áspera de sus pertenencias, como una adivina que acaricia su bola mágica y mira hacia el futuro, y dejaba todo el trabajo para Usted, como una adivina que le devela su futuro. Si se habrá llevado equipaje que no era el suyo, y solo se dio cuenta cuando apoyó la valija sobre su cama y  las deformidades le delataron que allí había otros contenidos. Si se habrá olvidado el equipaje en la Nave, y si habré yo apoyado las yemas de los dedos sobre este, intentando adivinar sus pertenencias y divirtiéndome con las ideas de lo que podía encontrar, como el futuro leyéndonos en nuestro día a día. Pero por tanto burlarme de su suerte, el destino me largó un latigazo contundente.

17/8/18

Estaba esperando en el aeropuerto a que llegara la hora para operar un vuelo. A mi alrededor había una decena de colegas esperando conmigo. Habíamos acomodado las valijas idénticas una al lado de la otra. Algunos les habían pegado un banderín de su propio país para identificarlas, otros sus iniciales. En el piso, esparcidos alrededor de ellas, había pedazos de pañuelos descartables con labial rojo, envoltorios de golosinas, vasos de café con nombres mal escritos. Una pantalla elongada indicaba los horarios de salida de cada vuelo. Dos círculos parpadeantes de color rojo se tornaban verdes cuando era momento de entrar. Nos parábamos, algunos con letargo y otros apurados. Nos estirábamos la pollera o el pantalón, nos acomodábamos la chaqueta, y sin darnos cuenta, al pestañear por última vez antes de entrar, nos permitíamos mantener los ojos cerrados un poco más. Estiramos nuestros brazos para asirnos de las maletas. Las deslizamos y las hicimos chirriar hasta pasar la puerta. Debí haberme dado cuenta allí, Navegante. La mía nunca estuvo tan liviana.
Llegué a una isla tropical. Entré al cuarto de hotel, desplegué el soporte de maletas y apoyé todo lo que llevaba conmigo allí. Abrí la valija y encontré un tapado de invierno, un suéter, unas zapatillas. Me quedé petrificada un tiempo, contemplando aquellas cosas desconocidas. Busqué otras señales en las etiquetas que estaban pegadas sobre la maleta. Había un nombre, Zivko, y había una bandera de Serbia. Imaginé dónde habría estado Zivko. Por los contenidos, tal vez se iba a Europa, donde en ese entonces era invierno. O tal vez China, Japón, Corea del Sur. Me imaginé Moscú. Busqué en el celular la temperatura en Rusia y ajusté el aire acondicionado de la habitación a -15 ºC. Me preparé un té, de esos baratos que te pone el hotel con la pava eléctrica, pero que son la salvación en casos como este, cuando uno cambia de destino de manera radical. Me bañé. Me puse los pantalones de jean, la camisa, el tapado, las zapatillas. Me até el cabello mojado en un rodete. Me senté al pie de la cama, busqué el contacto de Zivko en el sistema de la empresa y lo llamé. "Perdoname, Zivko, tengo tu valija. Podés usar mi bikini, si querés". Bueno, tal vez no le dije todo eso.

18/8/18

¿Quiere que le cuente, Navegante, las historias de por qué algunos objetos que llevo en la maleta acabaron allí? Se lo cuento a Usted, porque no le puedo revelar estas cosas a Zivko. Puedo condicionar sus conjeturas sobre mí cuando abra mi valija. Puedo cambiar el curso de su día, más de lo que ya lo he hecho.

Paraguas:
Le querría contar a Zivko que en mi país, muchos piensan que abrir un paraguas adentro de una casa es de mala suerte. Eso nos dijeron de niñas cuando con una amiga intentábamos armar un refugio para jugar. En el lugar donde crecí, la lluvia siempre fue algo común, por eso los paraguas estaban tan presentes en nuestras vidas. Aquí donde vivo ahora llueve dos veces al año. Todo se inunda y se embarra. La gente hace historias de Instagram para mostrar cómo las gotas de agua explotan sobre las ventanas de sus casas y las ventanillas de sus autos. Vivo en uno de los pisos más altos del edificio. Aquí apenas podemos abrir las ventanas. En algunos lugares ni siquiera se pueden abrir por las tormentas de arena, están completamente selladas. No las podemos limpiar, entonces la lluvia es, a la vez, una bendición y una maldición. La lluvia ya no es sinónimo de claridad, sino de paisaje borroso. La arena que con constancia golpea los vidrios se empasta con el agua de lluvia. Miro hacia afuera y no veo más que una ciudad manchada. En algún lugar tenía un paraguas que me traje, ilusa, casi a modo de souvenir. Pero no me puedo acordar qué debía y qué no debía hacer con él. Está perdido en una maleta vacía que uso una vez al año para volver a casa (qué casa, me pregunto). Lo recupero, como si con él desempolvara un parche de mi identidad. Me acerco a la valija que uso para el trabajo y lo voy a acomodar allí adentro, pero me distraigo al mirar el paisaje manchado. Me distraigo intentando marcar con el índice el horizonte. Me encuentro cada día intentando recordar la ciudad que hay allí afuera. Recuerdo que paraguas es sinónimo de refugio, pero que un refugio también puede ser una amenaza. Abro el paraguas. Está humedecido y roto. Espero que Zivko no lo abra.

Chicle:
Hay un pedazo de chicle pegado en la esquina de la maleta, justo allí desde donde se despliega el elástico que pretende mantener los contenidos en su lugar. No es que no intenté, Navegante, despegar el chicle. No es que me apego tanto a los vestigios que encuentro en mi uniforme, en mi maleta y en mis zapatos después de cada vuelo. Permítame contarle, ya que no podré excusarme con Zivko. Estábamos en un país donde hacía mucho calor en ese entonces. Salimos a tomar unas cervezas. De vuelta en el hotel, en modo automático, preparé la valija, sin percatarme de que en las sandalias tenía pegado un chicle, de esos blandos y aún coloridos que fueron recién masticados. Cuando estiré los elásticos de la maleta con la ya frecuente ilusión de que esta vez las cosas queden acomodadas en su lugar, el chicle se alargó como un fideo y se pegoteó en las superficies cercanas. Lo analicé con cautela, pero no pude descifrar si esos cabellos y esa materia incrustada en el pegote venían de la calle o se habían adicionado en mi maleta. Recordé la cantidad de veces que se me pegaron chicles en los pantalones, recordé a mi madre agarrando el hielo con un gesto de hastío y frotándolo sobre el chicle para endurecerlo y despegarlo. Había un dispensador de hielos al final del pasillo del hotel. Estaba ocupada recolectando los cubos congelados cuando escuché el ruido de algo desplomándose. A la mitad del pasillo, casi frente a la puerta de mi habitación, había un hombre blanco, desnudo y caído sobre el alfombrado. Al parecer llevaba una valija que pudo permanecer en pie. El alfombrado color verde y los focos de luz fría le daban una imagen casi radioactiva al cuerpo desplomado. La piel blanca y sudorosa parecía estar teñida de un color verde brillante, como el color de los chicles de menta. Me acerqué y lo observé como al chicle que se pegó en mi valija. Traté de descifrar si aquellas pelusas y cabellos venían ya con él o si se le habían pegado del alfombrado. Había un vaho de alcohol evidente. A estas alturas, el cuerpo roncaba. Acomodé la maleta un poco más cerca de él, para que nadie se confunda y se la lleve, pensando que no es de él. La recosté sobre el alfombrado, a su lado. Entré a mi habitación con el hielo a despegar las cosas muertas que se nos adhieren todos los días.

Mapas:
El personal de los hoteles no nos quiere, Navegante. No los culpo. Quejas sobre la velocidad de Internet, el tamaño del cuarto, área de fumadores y no fumadores, la plancha que falta en la habitación, el contenido del minibar, el precio de los productos del minibar, el aire acondicionado o la calefacción. Me acerco al conserje con el mentón contraído hacia el pecho, así puedo mostrar la frente en primer plano, como un animal que se acerca con miedo dispuesto a que lo acaricien o lo castiguen. Junto los pies debajo del mostrador y encorvo los hombros con levedad. Le pido un mapa con una oración digna de etiqueta japonesa. El conserje, sin sacar la mirada de la computadora, estira el brazo hacia donde guarda los folletos y agarra un mapa que dice Frankfurt. Digo gracias. Me dice ajá. ¿Quién pide un mapa a estas alturas del siglo? No me animo a preguntar por direcciones específicas. No me animo a contarle que me olvidé el celular y que acepté el desafío de largarme a la ciudad sin un lunar que marque la ubicación y un abanico celeste que indique la dirección. Salgo del hotel y el aire fresco anuncia el otoño. Todo alrededor fenece, y los estruendos de la ciudad ahogan las despedidas. Hay un río. Me siento a esperar a que algo ocurra dentro mío. Casi que puedo escucharme cuando pasan unos niños en bicicleta. Se detienen, hablan en un idioma incomprensible y se ríen. Me angustio un poco porque no puedo entenderlos, no sé qué les despierta esas risas. Me pregunto de qué cosas se ríen los niños en este lado del mundo. Agudizo el oído, como si eso sirviera. Solo escucho sonidos guturales que parecen alargarse con sus sonrisas. Una alarma nos desencaja a todos los que estamos allí, ante el río. Veo un patrullero que frena a lo lejos. Unos policías se acercan trotando a nuestra dirección. No sé en qué momento apareció esa maleta, apoyada contra un banco. La habían abandonado, y el equipaje abandonado ahora era sinónimo de alerta. Los niños arrastraron las bicicletas en sus costados y se acercaron para contemplar el operativo de cerca. Sus sonidos guturales se suavizaron en susurros. Me angustio, porque sigo sin entender, pero esta vez no hablo de los niños. Siento que se desprende de mí el abanico celeste y frenético que intenta apuntar hacia algún lugar preciso. Es hora de moverse. Abro el mapa. En los mapas siempre hay un río.

19/8/18

"Zivko", le digo, e intento pronunciar su nombre con propiedad. Estamos en el área de arribos. Él viene de Austria. "Zivko, ¿cómo estás? Leí en Google que tu nombre significa estar vivo". Dejo que su nombre vibre un rato más dentro mío después de pronunciarlo. "Perdoname, no me di cuenta que me llevé la valija equivocada. Tus pantalones me entraron bien en las caderas, pero tuve que ajustar el cinturón un poco más. La camisa tenía un aroma muy rico. Soy una tonta, salí apurada y como mi apellido es con Z, me confié en que era la mía. Desfilé por la habitación con tu tapado. Hacía frío ahí adentro, pero cuando me acerqué a la ventana a ver la playa afuera, el vidrio me amenazaba con su calor. ¿Qué hiciste al final en Vienna? ¿Alguien te prestó algo para ponerte, pudiste salir? Frente a la ventana metí las manos en los bolsillos del tapado y encontré una nota. La leí en voz alta, tratando de imitar los sonidos que escucho cuando alguien habla en Serbio. Hacía mucho frío allá, ¿no? Hacía mucho frío en la habitación y yo era Zivko, en una isla perdida. Seguía frente a la ventana y veía los aviones pasar. Casi siempre nos hospedan cerca del aeropuerto y nunca podemos escapar de las naves. Te traje algo, un alfajor un tesoro. Te pido mil disculpas de nuevo. Te robé la nota del tapado y agregué allí una carta, contándote todas las historias de las cosas que llevás en tu equipaje". Agarro la que es mi maleta. Este es el peso, mi peso, el que se siente tan familiar sobre mis manos. Voy hacia la parada del autobús que me lleva a casa.
Navegante, le confieso que fue un buen descanso ser Zivko por un día. Si a Usted le pasó de llevar a su casa una valija que no era suya, al principio se habrá asustado. Casi que puedo verlo, alertado y pasmado. Pero seguramente hubo también un destello en sus ojos, como si ante Usted tuviera un cofre de tesoros. Casi que puedo verlo, con un gesto de manos extendidas para tocarlo.
Llego a casa y abro mi valija. Por un momento siento que no es la mía. La observo e intento acostumbrarme a mis cosas de nuevo. Me pregunto si Zivko, al final, se habrá animado a usar la bikini.


Su Tripulante

Comentarios

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