Isla

Hong Kong

Querido Navegante:

Hoy vinimos a Hong Kong. Estoy sentada a orillas de la isla Ko Loon esperando a que empiece el espectáculo de luces. Usted andará por aquí también, caminando por alguna de estas islas. Supongo que en alguna muy lejana a la que estoy yo, porque nos separa un mar de distancia.
Hoy, Usted, con un vaho de alcohol que su cuerpo expulsaba, se acercó hacia mi colega, la agarró de la muñeca e intentó besarla. Es Usted, Navegante, el que cree que tiene el poder y por ende, el derecho. Es Usted el que también nos toca la cola y nos guiña con una sonrisa socarrona. Es Usted el que roza nuestros pechos con su brazo. El que roza nuestras piernas cuando caminamos por el pasillo. El que apoya su miembro sobre nosotras al querer escurrirse por un espacio imposible. El que toca a otra Navegante mientras duerme. El que se masturba al lado de otra Navegante y eyacula sobre ella. El que nos da su sábana sucia, llena de su inservible néctar.
Es Usted una isla tan apartada de la mía. Y aun así nos unen puentes. Hay algo que nos une a Usted y a mí. Y cómo puede ser esto así, Navegante, si quiero vomitar cada vez que recuerdo que lo único que hago es respirar este aliento filtrado que Usted exhala.
Hoy miro hacia la isla que tengo en frente y veo su cara. Veo el vientre montañoso. Veo la maleza. Es Usted un gigante hecho isla, que se levanta desde las profundidades y nos impone su existencia. No podemos evitar verlo. Desde el volcán de su nariz hasta las cuevas de sus piernas. Está allí, flotando, inerte. La maleza lo cubre por completo. Tapa cada rincón de su cuerpo, de modo que se vuelve casi imperceptible como humano. Del cráter que es su boca, escapa un humo que advierte su estertor.
Desde este lado de la isla lo observamos. Sacamos nuestras cámaras de fotos y teléfonos. El espectáculo está por comenzar. Se dispara el juego de luces que todos vinieron a ver aquí, salen fugaces desde los edificios. Ya no puedo distinguir la figura de la isla, ya no lo puedo ver, Navegante. Hay miles de teléfonos celulares que se alzan y me tapan la vista. El brillo de la ciudad opaca aún más los límites de este lugar. Hay algo que aún nos une, pienso, mientras me doy vuelta a ver los colores reflejados en las caras de los espectadores. "Nadie es una isla", dijo alguien, en su encuentro cercano con la muerte. 

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